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León en invierno es un lugar diferente a cualquier parte del mundo, partiendo de cualquier parte del mundo siempre será diferente a las demás en cualquier época del año.

La diferencia es que en León, en invierno, la ciudad se tiñe de una pléyade de colores, tonos, estampas y matices que no muchos lugares son capaces a emular.

La noche de León, en invierno, es enigmática. No son pocas las veces que una cierta niebla adormece el sentido de la vita, mezclado con las luces tenues del casco histórico que apenas son a reflejar un camino entre las calles estrechas de los barrios más antiguos.

 

 

El elemento esencial: la luz (o su ausencia)

Los leoneses han aprendido a lo largo de la historia a convivir con el frío. Las gélidas noches del invierno leonés no son, sino, un paso más hacia el verano, esa estación extraña en la que la chaquetina por si refresca sustituye a la cazadora, la bufanda o el abrigo.

Por ello León, abrigado, mostrando solo una tenue mirada abstracta y hablando poco porque se coge frío a la garganta, representa en invierno el alma de los leoneses: cabizbaja, humeante, decadente, y a buen seguro, recordando el verano pasado y añorando el que la estación cálida vuelva, a buen seguro para retornar a los orígenes: el pueblín.

Ese pueblín que siempre vive en los corazones de los leoneses, cuya mentalidad arrastramos, para bien o para mal. Ese pueblín en el que corríamos de pequeños, donde el tiempo y la alegría del verano parecían no tener fin. Ese pueblín en el que, en las gélidas noches del invierno de la urbe leonesa, tenemos nuestro pensamiento, que apenas nos permite distinguir el camino de vuelta a casa.

Ese verano, ese pueblín, esa melancolía que acompaña cada paso que damos por la ciudad, una ciudad que, en sus estampas del pasado siglo, representa el que nada cambia, el que todo sigue igual… menos nosotros.