Los días de lluvia en León no son multitud, aunque tampoco escasean como en otras latitudes. Ese cielo gris, que presagia a veces auténticas tormentas está no poco distante del orbayu que se da en otras latitudes del país de los leoneses.
Cuando la tormenta, previamente anunciada por no pocos truenos comienza, el aire impusa la lluvia con fuerza y son auténticas riadas las que surcan la capital obligando a carreras, prisas y atroplleos con tal de refugiarse durante unos minutos esperando a que escampe.
Es el aire, el viento, quien hace las tormentas en León un fenómeno peculiar.
Ese aire que, en medio de una temperatura que invita a abrigarse, provoca que el agua golpee caras, alce paraguas e impida un cómodo tránsito por las auténticas arterias leonesas.
Cuando en León llueve, cuando en León diluvia, parece que el fuego cegador de Sodoma y Gomorra cae sobre una ciudad desierta en la que nadie mira atrás, algo infrecuente en los leoneses, tan habituados a vivir de pasadas glorias en lugar de pensar en venturosos futuros.
La lluvia cambia a León, cambia sus tonalidades, sus olores y sus ruidos. hace que surjan nuevas esencias que nos transportan al pueblín, a ese recóndito pedazo de tierra cerca de las montañas, de los ríos y de los valles en los que pasamos los leoneses gran parte de nuestras vidas, o al menos de los mejores momentos vividos en ellas.
La lluvia lo cambia todo, muchas veces desde detrás de ese cristal tras el que los leoneses pasamos la vida mirando ensimismados cómo el vacío llena nuestras calles.
Y de repente todo para, el sol reaparece, y con el el trajín habitual de una ciudad que parece volver a la vida… aunque cada vez menos.
Cada vez el cambio de la pasividad y tranquilidad al bullicio es menor, cada vez son menos las personas que vuelven a la normalidad, que devuelven la ciudad a la normalidad.
Hasta que un día, quizás no demasiado lejano, León no sufra ningún cambio tras la tormenta, y los olores, sonidos y estampas sean similares tras una tormenta.